Por razones que no vienen al caso, hace poco hablaba con una persona sobre algunas dificultades que estaba pasando en relación con el comportamiento de su hija. En la conversación, esta persona exponía cómo había probado diferentes formas de responder o gestionar la actitud de su hija para lograr un cambio y cómo no había logrado el resultado deseado. También mencionó el no acertar a comprender qué es lo que motivaba o generaba el comportamiento de su hija y cómo se encontraba confusa respectó a qué hacer. Hablamos sobre algunos aspectos que considero relevantes en la educación de los niños y que no suelen estar presentes, sorprendentemente, en la mayoría de las conversaciones referentes a ella y que podían ayudarla a valorar su situación desde otro punto de vista más adecuado y he pensado en reflejar dichos aspectos también aquí. Yo no he inventado ninguno de los conceptos que expondré a continuación, simplemente creo con firmeza en que son ciertos porque así los percibo en mi día a día.
El planteamiento de base es que en el preciso instante en que un adulto se coloca delante de un niño, ya sea para interactuar con él o no, comienza a generar una serie de mensajes que el niño recibe. Estos mensajes están relacionados con su forma de hablar, su forma de moverse, la energía que proyecta, la forma de mirar, etc. Es importante recalcar que no me estoy refiriendo a nada de lo que diga, no estoy hablando de mensajes verbales sino de señales que enviamos con nuestra actitud, con nuestra forma de comportarnos.
Estos mensajes que enviamos y transmitimos al niño, queramos o no, son sinceros y potentes. Sinceros porque suelen ser espontáneos, no premeditados y se producen de forma instantánea debido que forma parte de costumbres que hemos generado a base de repetición. Producimos esas conductas sin pensar porque forman parte de nuestros hábitos más arraigados, de nuestras rutinas, de nuestra forma de comportarnos con los demás, de manejar la frustración, la alegría o la tristeza. Son potentes porque envían a los niños mensajes que comprenden perfectamente (tono de voz, proximidad, energía...) de modo natural. Llegan a ellos a través de canales muy claros de forma alta y precisa.
Estos mensajes que producimos de forma inconsciente son los que realmente tienen relación con cómo se comporta el niño en nuestra presencia y suelen ser mensajes a los que no prestamos atención en absoluto; un error que, en mi opinión, cometen la mayoría de los adultos. Esta es, para mi, la clave necesaria para enfocar la cuestión relativa a la conducta de los niños, de forma correcta, real y provechosa.
Solemos pensar que los mensajes que transmitimos a los niños son los que les decimos cuando les hablamos, cuando nos dirigimos a ellos para decirles algo pero esa concepción es un error por dos motivos. que expondré a continuación: En primer lugar. no todo el tiempo que pasamos con los niños estamos hablando, puede que enviemos algunos mensajes verbales pero, en comparación con el tiempo que pasamos con ellos enviando mensajes no verbales, la proporción es bastante insignificante. En segundo lugar; para cuando los niños alcanzan la madurez suficiente para decodificar nuestros mensajes verbales y procesar el significado de los mismos ya han aprendido y se han acostumbrado a interpretarnos en función de otros canales más directos, han creado un aprendizaje muy claro basado en nuestra forma de comportarnos y en interpretar adecuadamente nuestro lenguaje corporal, nuestro comportamiento en general, y lo han hecho estupendamente y sin ayuda.
Los adultos solemos regir gran parte de nuestra conducta y nuestras interacciones sociales de acuerdo al lenguaje verbal (con todos los problemas que eso nos plantea) y por eso tenemos la costumbre de hacer extensiva esa característica a nuestra relación con los niños, que se manejan estupendamente con otros patrones diferentes. El paisaje que dibujan estas consideraciones divergentes es el de los adultos tratando de enseñar unas cosas a través de un canal determinado y los niños aprendiendo otras cosas totalmente distintas a través de un canal diferente.
Nuestras intenciones siempre van a educar más que nuestras palabras porque es a lo que los niños atienden y, muchas veces, no somos conscientes de lo que realmente estamos enseñando. A veces incluso enviamos mensajes contradictorios según nos fijemos en nuestras palabras o en nuestro comportamiento; con toda la confusión que esa incoherencia puede llegar a generar en un niño.
Pongo como ejemplo de este enfrentamiento de mensajes una situación no poco infrecuente: un adulto (padre, madre, profesor...), cansado porque el niño no deja de gritar y de vociferar, dirigiéndose a él visiblemente enfadado, pega una voz y le dice: ¡Deja de gritar de una vez! (expresión intercambiable por el clásico: ¡Que no se grita!). Dejando a un lado las consideraciones respecto a sí nos parece bien o no la forma de actuar del adulto y de si la juzgamos comprensible o no, me parece más interesante centrar la atención en los verdaderos mensajes que se han transmitido.
El mensaje que a todas luces parece evidente y es el que pretende transmitir el adulto es que gritar no está bien. El que, sin embargo, se transmite es que gritar es perfectamente válido (prueba de ello es que el adulto ha hecho uso de él) y qué amedrentar a los demás para conseguir qué hagan lo que nosotros queremos también (el adulto ha gritado más que él para sofocar su energía e interrumpirla). En este ejemplo, el niño callará porque el adulto lo ha intimidado, no porque haya recibido y asimilado el mensaje adecuado. De hecho, pasado un tiempo, habrá aprendido tan bien los mensajes de gritar y avasallar que empezará a integrar esos aprendizajes en su forma de entender las relaciones con otros niños, bien gritando, bien reaccionando únicamente al grito; avasallando a otros o asumiendo que ser avasallado es algo normal.
El ejemplo es sólo un indicio, la punta del iceberg de tantas y tantas situaciones en las que se repite el mismo fenómeno. Si prestamos atención a los mensajes que producimos con nuestro comportamiento descubriremos que la mayoría de ellos son totalmente desconocidos para nosotros. La cantidad y vastedad de estos mensajes es tal que podemos sentirnos cohibidos en un primer momento pero lo cierto es que siempre han estado ahí, al alcance de nuestra mirada. Simplemente no les habíamos hecho caso. Es así como aprendemos a ver con claridad los verdaderos mensajes que están llegando a los niños, aquellos que les transmitimos de forma sincera y potente con nuestro comportamiento, mensajes que no tienen nada que ver con lo que decimos es importante para nosotros; mensajes como que mentir es lo más habitual, que gritar está bien, que chantajear emocionalmente a los demás es la forma más eficaz de relacionarse, que los insultos y las agresiones son perfectamente justificables, que el egoísmo es sinónimo de inteligencia...
Los niños aprenden estos mensajes muy bien y muy rápido porque están muy pendientes de nosotros, más aún los primeros años de vida, y captan con naturalidad las sutilezas y los matices de nuestro humor, nuestro comportamiento y nuestra conducta. Aprenden rápido y actúan en perfecta consecuencia a los estímulos y mensajes recibidos. Aprenden y reaccionan. Aprenden y asimilan. Aprenden y repiten. Aprenden y producen. Luego, sus acciones nos sorprenden y molestan porque no entendemos de donde provienen.
Ese debería ser el primer lugar que visitemos a la hora de entender el porqué de la actitud de los niños, esa debería ser la primera cosa que vigila y cuida un adulto: los mensajes que emite con su forma de ser.
No se trata de una acusación a los adultos que se relacionan con niños. No se trata de culpabilidad sino de responsabilidad. Se trata de asumir que quien tiene el criterio, la madurez y la capacidad para tutelar estos mensajes y comportamientos es el adulto y que él es el que tiene que responder por cómo los gestiona o los ignora. No se trata más que de descubrir qué mensajes estamos enviando, valorar si son los que nosotros consideramos que deben estar presentes en la educación de los niños y, en el caso de no ser así, que introduzcamos los cambios necesarios para comenzar a producir realmente los verdaderos mensajes adecuados.